martes, 25 de mayo de 2010

Atardecer

Oía el tren callándose a lo lejos cuando la primer lagrima se abalanzó sobre la comisura de sus labios, para nadar en ellos hasta hacerse saborear por ella para sentir, como estas gotas dicen, el sabor salado de la amargura, de lo triste y oscuro de saber que algo se esfuma, y el mismo humo se hace cenizas.

Erguida en el andén y mirando hacia adelante, mirando al vacío. Las manos se apretujaban. Cruzados sus brazos, rodeándose a sí misma.

Las palomas que pasaban decidieron marchar y algunas parecían observarla mientras sobrevolaban su largo pelo negro.

El cielo tomaba un rojoanaranjado que la invitaba a pensar, a meditar acariciando con la vista todo lo que pinta el sol agachado.

Rojoanaranjando el furgón, los diarios, las chapas, el humo, las vías, lo blanco y lo negro.

Hasta que arribó otro tren. La horda comenzó a descender y la perdió de vista. Desesperado cabeceaba para verla mientras esperaba que en la cola marcaran su boleto.
Repentinamente la gente se fue deshaciendo, y muy despacio, el silencio volvía a hacerse dueño del primer andén, desde donde ella lo miraba, mirando hacia adelante, erguida, exhalando el aire de algún suspiro.

Apresuró el paso y esquivó la gente que quedaba.

Y volvieron a estar solos, esta vez de frente.

Ella erguida y él caminando.

Él rojo, ella anaranjada.

Ella lo abrazó, él cerró fuerte los ojos… y se quedó dormido.

Sebastián Méndez